Si en la cena de Navidad no quiere morder alimentos tan duros como el corazón de Scrooge, procure conseguir un buen cocinero. Me explicaré. En Noche Buena a las diez de la noche mordí un pedazo de pierna que reventó las terminales nerviosas de una muela y toda la cena perdió sentido, ya no me importaba el sufrimiento de recibir otro suéter gris en Navidad, o de tener que cantar villancicos desentonados o, lo peor de todo, tener que convivir con toda la familia. Pero esos son los caminos del Señor, porque esa fue mi última noche de ateo.
Al día siguiente ya no soportaba el dolor, no podía masticar nada de ese lado, no podía tomar nada frío y sólo me restaba la única verdadera solución: ir al dentista. A dos cuadras de casa, cruzando el parque, está el odontólogo; yo no lo conocía pero lo recomendó mi abuela porque como buen super numerario hace apostolado y santifica en su trabajo.
Al día siguiente fui al consultorio y, repito, no creía en Dios, pero sabía que iba directo al infierno. Llegué y vi un cuadro de la guadalupana, un crucifijo y respiré un aire a hipocresía: la secretaría y el dentista reciben con una sonrisa, pero en el fondo saben que han de herir de una de las peores formas posibles: cobrando por ello. A pesar de todo eso, mi muela requería más atención que una tía abuela desconocida en Noche Buena y me hizo olvidar todo lo que veía. Sin más, me hicieron pasar al cuarto de examen. Entré, le conté lo ocurrido y le mencioné que tenía años sin ir al dentista, contestó: “Ésta será una experiencia distinta”. Antes de intentar comprender sus palabras, ya estaba sentado boca arriba y con ojos cerrados.
En el momento que vio mi boca, sólo dijo: “Mmm… Esto dolerá”. De nueva cuenta, no me permitió siquiera analizar sus palabras cuando yo estaba aguantando las lágrimas como todo un hombrecito. Un instante antes de rendirme a las garras del dolor, escapé a mis pensamientos. Me acordé de las clases de yoga y comencé a respirar como me enseñaron. Todo iba bien hasta que me pidió que enjuagase mi boca y escupiera. Cuando el agua fría tocó mis dientes me di cuenta del largo de los nervios dentales, porque me dolió hasta el culo. Segundos antes de gritar como niña, recordé el lado práctico de la filosofía y decidí probar la utilidad del estoicismo; si el verdadero estoico era feliz en el potro, ¿por qué no en la silla del dentista? Así, sin más, comencé a aceptar el dolor y dejé al doctor torturarme, yo permanecía calmado con los ojos cerrados, conservando la paciencia y respirando profundamente. Pasó una eternidad en cinco minutos, y yo intentaba recordar a los estoicos, hasta que abrió la boca para decir: “Está más complicado de lo que creí. Aquí viene lo bueno”. "¡¿Qué chingados?!”-pensé. Poniendo otra máquina infernal en mi boca dijo “Ahora va al nervio. Levanta la mano si te duele”. Todo mi cuerpo se tensó y empecé a ver mi vida pasar mientras intentaba recordar qué debía hacer en este caso. Levanté la mano, puso un rosario en ella y me dijo: “No hay de otra. Rézale”. Abrí los ojos, y vi dos obras en el techo, una al lado de la otra: EL juicio final de Miguel Ángel y La virgen de Guadalupe de Dios. Ambos estaban más arriba que el rosario en mi mano y entendí que el estoicismo servía para pura madre porque los pendejos vieron el potro, pero jamás fueron al dentista. Llorando como Magdalena, vi El juicio final y me di cuenta que si Miguel Ángel hubiera estado como yo, no habría pintado eso sino lo que seguramente es el infierno: un consultorio de dentistas y colonoscopias eternas. En seguida volteé a ver a la guadalupana mientras apretaba el rosario con todo mi corazón, con toda mi alma, con toda mi mente y con todas mis fuerzas y le prometí ir una vez al mes a la Basílica, confesarme y comulgar dominicalmente si me sacaba de ésta. Me estaba desmayando y viendo la luz cuando el doctor dijo: “Ya estuvo, ¿ves? No pasó nada”. “Gracias a Dios”- pensé.
El domingo pasado fui a misa como el hijo pródigo y comprendí los caminos del Señor.