De viaje en las vacaciones, mi hermano más chico me dijo que él, cuando sea grande, quiere tener un departamento en Manhattan y uno en Acapulco y quiere un palco en el Azteca para ver al América y su coche Porsche y su casa en Cuernavaca y no sé qué tanto más dijo porque lo dejé de oír. No porque sea un mal hermano, sino porque me cayó el veinte cuando, tiempo después, le pregunté si creía que yo era grande: dijo que sí. Lo volteé a ver y escurría ingenuidad.
Me di cuenta de que el “cuando sea grande” es una gran mentira. Por ejemplo: veamos al Chicharito, o a Miley Cyrus o los Johnas Brothers; no creo que nadie los vea como grandes de edad, y estoy seguro de que están cercanos a comprar los sueños de mi hermanito. Para tener todo con lo que soñamos no hace falta ser grande: hay que ser rico. Perdón: muy rico.
Veo a muchos padres de familia que tienen más edad que los susodichos y estoy convencido de que en su vida no han ganado la mitad de lo que cualquiera estrella de Disney ha ganado. Yo soy mayor que cualquiera de los personajes jóvenes de Harry Potter y no estoy ni cerca de pagarme unas vacaciones decentes en un puerto chingón, o chafa. Da lo mismo. No sé quién nos engañó o cuándo decidimos asociar “grande” con “rico” o “bueno”. Pero, poco después de los 18, cuando entendemos que la mayoría de edad y la IFE son una porquería ya que ahora somos sujetos de demanda, de pagar impuestos, de servicio militar, de que podemos acabar en la cárcel y mierda y media más que exigen crecer y madurar (ajá), queda claro que no está tan fácil.
Pero, ¿qué tal que soy feliz? ¿Qué tal que vivo y no sobrevivo? ¿Qué tal que superamos al hombre máquina y la pasamos bien?
Por eso, yo no espero ser rico. Espero que, cuando sea grande, sea feliz. Ajá...