Tuesday, March 09, 2010

Yocasta cobarde, muérete

Es muy fácil pedirle a alguien contar un chisme, un rumor o la verdad, y para muchas personas es fácil soltar lo que saben; pero no para mí. Irónicamente, la cura para alejarme del trauma es, según la psicóloga, sólo cuestión de desahogarme. Claro, es muy fácil decirle a cualquiera qué debe hacer. Sobre todo para los médicos que, sentados tras su lujoso escritorio con plumas y relojes tan caros como una colegiatura de universidad, escriben una receta de medicamentos que, más que medicinas, prescriben un cambio de vida. Así para cualquiera es sencillo. Un doctor me dijo sobre la necesidad que yo tenía de tomar unas pastillas para controlar la atención, y otras cosas que no quiero nombrar. Diario se me complica bastante tomarlas porque olvido cuándo debo hacerlo, cuáles debo tomar, para qué sirve cada una y todas esas cosas y palabras con las que un doctor explica lo que va a pasar como si supiéramos qué significan todos esos términos o los efectos de no hacerlo. Todos ellos creen que estudiamos lo mismo que ellos y se te quedan viendo con una sonrisa que dice: “Te quiero ayudar (Pero no te olvides de pagarme)”. Y, encima, exigen respeto y comprensión cuando uno se levanta de la silla y le grita que es un pendejo y no tiene puta idea de que está pasando; todavía dice que sí, el muy cabrón con su Mercedes Benz del año. Los médicos no son los únicos que quieren comprensión, también los amigos, los de la escuela, los del trabajo, los superiores, los padres y un largo etcétera en el cual me incluyo. Aunque yo sí me mido bien, no como mi mejor amigo. Cuando iba con él hasta su casa (él nunca fue a la mía) me dijo que debía calmarme, tomar las pastillas, llevármela leve, reflexionar y entender las consecuencias de mi estilo de vida y sí, digo, los amigos siempre se preocupan por nuestro bien, pero no me entendía. Además, siempre quería hablar hasta el cansancio sobre los problemas con su novia gorda, jetona y apestosa; no paraba de hablarme de sus vicios y todo el tiempo tenía que escuchar sus aventuras con excesos asquerosos y detalles vomitivos. La última vez que lo vi me contó de cómo se había puesto hasta la madre con todo lo que encontró y que así se cogió a su vieja, sin condón; cagándose de miedo el pendejo fumaba un cigarro cada dos minutos mientras esperaba que le dijera que seguramente no la había embarazado. Y todavía me pedía reflexividad. Nadie está para meterse con mis decisiones ni con mi vida, al final siempre es cada quién, ¿no? Pues sí, cada quien puede hacer de su culo un papalote y volarlo como le venga en gana y quien no respete eso se aguanta a lo que pase. Sí, así es; estoy seguro. Tan seguro como lo estoy de poder decidir mi vida y por eso hice bien al no escuchar a mi mamá cuando decía qué hacer y qué no. Mi mamá repetía mucho cuánto importa el ejercicio y distraerme de mi ocio, pero él es la mejor fuente de inspiración; quita la monotonía a todo y ya no necesito más. Ella insiste en que sí. Si yo supiera dónde está mi papá, tal vez le preguntaría su opinión y tal vez me daría la razón. No lo sé, mi mamá siempre hablaba de nuestro gran parecido de ideas. A mí realmente me importa un carajo si es así o no. Me conozco y sé que no haría eso a un hijo ni lo dejaría solo con su madre. Eso jamás. Y bueno, no estoy tan seguro de ese “jamás”. Por ejemplo, yo había dicho que jamás fumaría y diario me quemo diez; también, después de mi primera noche ebrio, juré y volví a jurar jamás tomar de nuevo. Y hasta hace poco algunos me llamaban alcohólico, aunque el alcohol no fuera el único culpable de mi locura. Tal vez tenían algo de razón, igualito que mi mamá. Ella dice que tengo problemas serios. Me lo dice con su jeta toda chupada por todos los pinches cigarros que le han fumado los años y le dejan arrugas en la cara. Me dice que tengo problemas y la vieja se la pasa echada en su cuarto al que no le abre ventanas y sólo concentran más la peste de una cincuentona que no se baña. Estoy harto de que me lo repita y no se canse, ella no se cansa nunca. Desde chico ya me llamaba lacra y decía que hijo de tigre pintito, bueno-para-nada, inútil, peor-es-nada, desperdicio, borracho, loco, pendejo y otro largo etcétera vomitado a cada enojo suyo cuando fallaba en hacer todo tan exactamente como ella quería. Le pedía que se alejara y no lo hacía. Por eso, un buen día, me alejé de ella y de la escuela. Recuerdo cuando en la escuela me dejaron leer el mito de Edipo y averiguar sobre la inevitabilidad del destino, el acertijo, y todo eso. Un día que leía de eso conocí a Pamela, vio el libro desde donde estaba sentada y caminó hacia mí. Hablábamos de eso y ella me enseñó que una mujer busca un hombre como su padre y un hombre busca una mujer como su madre. Ah, también me dijo que eso se llama “complejo de Edipo”, pero con mi madre me es imposible comprender porque alguien querría esa chingadera para sí, a la fecha no lo hago. Tampoco comprendo por qué importa tanto la escuela cuando enseñan tan pocas cosas realmente importantes. No estaba seguro de nada de eso hasta que conocí a Pamela poco antes de salir de la escuela. Ella, con sus ojos verdes, pelo negro y pecas en la cara era la más maternal, linda, preocupada, interesada, chistosa, lista, alegre, sociable y muchos otros adjetivos que provocaban un gran contraste entre ambos; me alejaba más de querer a alguien como mi mamá. Es una lástima que su personalidad no fuese fuerte y acabara por imitar a mi mamá. Es que iba muy seguido a la casa pues rogaba que fuéramos para entenderme y ayudarme; por eso regresé a casa. Pero entendió poco y escuchó tanto de la boca de mi madre que dejó de verme como víctima. Poco a poco la vi mezclarse, fundirse y confundirse con mi mamá; empezó a parecerse mucho a ella, tanto, que hasta la cara se le iba chupando a la pobre y me escupía gritos al regañarme: dejó de ser mi musa, mi sueño y mi Beatriz. No lo noté hasta un día en mi cuarto. Estábamos solos una noche que me fue a dejar, ebrios como tantas veces. No estaba en mis cinco sentidos, ni ella. La calentura se aprovechó del alcohol y nosotros de la cama y todo estuvo bien. El sexo es perfecto para conocerse y reconciliarse. Sólo que, después del trance, caí y rompí algo, no recuerdo bien qué la lastimó pero ella se enojó, se enojó mucho. Y me empezó a regañar como mi mamá, y a ver como ella, y hablar como ella y a regañar como ella y a odiar como ella. En ese momento entendí todo: yo fui Edipo y Pamela la Yocasta ignorante de su pecado, la Yocasta que odié y no se atrevió a hacer lo que debía.




Espero que la psicóloga tenga razón y el desahogo me ayude para así, tal vez, un día detallar cómo asfixié a Pamela. Quizá hasta diga cuánto disfruté exprimir el último aullido de mamá metido en la garganta de Pamela mientras su cara carcomida se hacía cada vez más pálida. Así, tal vez, un día puedan entenderme y entender por qué hube de ayudar a esa Yocasta.

1 comment:

Zetune said...

Vaya!!!! Floresmeyer ahora sí. Me impresiona bastante tu buen diagnostico del problema, ahora sí me impresionaste... por fin lo que tanto espere leyendo tu blog: una buena entrada. Kudos y muchos aplausos.

Atentamente,

José "el judio de Mixcoac" Zetune

P.S. recuerdame esto en la semana (jajajaja)