Salí de París a las 10:05 de la mañana del aeropuerto Charles de Gaulle para llegar a Roma y aún poder disfrutar el día. Llegué al aeropuerto y no entendía bien hacía dónde estaba el metro o el tren que llevara a él. Pregunté a un señor que estaba cerca; él no hablaba inglés así que tuve que entender italiano a base de señas y mucha imaginación. Ya me dirigía hacia donde debía cuando oí a una señora hablando español esperando que se le entendiera. Regresé con ella y le dije que yo la guiaría pues ya había entendido. Así que caminamos hacia el tren.
Su acento me recordó al del norte de México por lo que me encariñé rápido con la señora, al fin y al cabo llevaba más de un mes fuera de mi país, lejos de casa. Y, mientras buscábamos entender qué tren se iba a ir por dónde y hacia adónde, no platicábamos salvo de llegar ya a Roma. Se nos fue el primer tren y el segundo no quería salir porque el chofer estaba harto del día y apenas iba a la mitad. No trabajaría más. Tuvimos que esperar a que otro dejara su hora de comida.
Había aterrizado hacía dos horas y apenas estaba abordando el tren que me llevaría a Roma. Estaba famélico y el hedor del tren, que recordaba a una estación de metro mexicana, me mareaba y daba un sentido de localidad que extrañaba. El calor era asfixiante y dentro del tren empeoró. Bastó abrir los ojos para darme cuenta que estaba en una ciudad de 28 siglos en Europa y no en México, la emoción me permitía ignorar las malas sensaciones. No estaba siendo placentera, hasta ese momento, mi visita a Roma.
Ya arriba del tren, la señora a la que había ayudado me empezó a platicar de su vida, no me molestaba hablar y responderle pues llevaba como 10 horas sin hablar para algo distinto a pedir. Estuvimos conversando; me contó que era ecuatoriana y vivía en Barcelona, tenía una hija, de mi edad decía, un poco más grande tal vez. Sí, más grande. Y que estaba divorciada, enojada con ese "jo 'e puta" y que en el trabajo le había recomendado irse por un tiempo de vacaciones con su hija quien, al final, no pudo ir porque había reprobado unas materias y no había mérito para viajar. Me preguntó sobre mi escuela y se alegró de oír que no había reprobado nada.
El trayecto duró poco más de una hora. Hubo un periodo que todas las preguntas fueron de ella hacia mí, y eran bastante específicas, sobre mí y mis gustos, poco de mi familia o amigos. Poco a poco iba desglosando mi propio cosmos para una extraña que no hablaba en su trabajo debido a su posición y necesitaba decir todas las palabras que no había usado en seis meses. ¡Carajo, hay un límite! Ni más qué hacer, seguí respondiendo a sus preguntas cada vez más raras con las nauseas del hedor, las ansias que crecían por el calor, el hambre que comenzaba a devorar mi buen humor. Entre más le gustaban mis respuestas, más me quería hacer conocer a su hija: Salomé, como ella.
Cuando acabó el trayecto me dijo que había sido muy amable y que, por ello, me invitaría por un café y algo de comer. Ninguno habíamos comido nada y no estábamos cayendo ya. Cuando el fin del café y la comida llegaba a su fin, comenzó la última conversación.
- Dime -preguntó con una sonrisa y tono de curiosidad infantiles-, ¿crees en la reencarnación?
- No -contesté, despertando del limbo de somnífero en que me encontraba-, no creo en ella.
- ¿Seguro?
- Sí. Bastante, ¿por qué preguntas?
- Me dijiste que tenías 19 años y medio, ¿no? -ella ya no podía esconder la emoción-.
- Así es, pero, ¿por qué la pregunta de la reencarnación? (Me estaba desesperando más, el clima y esto se volvieron un revólver para mi humor, así que nos paramos para ir hacia la estación del metro).
- Es que mira... Bueno, el café y la comida te los di porque... En fin, también me caíste bien no es otra cosa sino que... No entenderías. ¿Te gustaría conocer a mi hija?
- No lo sé, tal vez, pero primero explícame que quieres decir con lo de la reencarnación y tu cambio de ánimo -mi tono estaba dejando de ser amigable a pesar de que siempre estoy somnoliento después de comer y el calor no ayudaba.
- Sería genial, ¿lo imaginas? Los dos juntos de nuevo.
- Lo siento, pero tengo novia -seguíamos caminando buscando la puerta para cada dirección, cada uno iba hacía una dirección distinta del metro.
- Bueno, es que... Mira, el café y todo te lo di porque me parece que podrías ser como él. -Yo volteé a todos lados para ver a quién se refería sin ver a nadie y ella no quitaba su mirada de mí-. Mentira, me parece que podrías ser él y verte con mi hija implicaría verlos juntos como jamás pude.
- Salomé, dime ya, ¿de quién hablas? -justo cuando encontramos cada uno su entrada.
- ¿No entiendes? Tú eres el hijo que perdí hace 18 años, reencarnado y por eso te encuentro ahora, para que estés con mi hija y no los pierda.
Tomé mis cosas, le di las gracias y me fui, gracias a Dios, no íbamos hacia el mismo lugar. Yo que creí que mi carisma y mis ganas de ayudarle habían provocado el café y la comida. No, fueron mis calificaciones las que le dijeron que podría ser su hijo. El café no fue gratis, a cambio quería un incesto espiritual.