María
Ya hacían muchas horas que el humo del cigarro se encerraba en el cuarto y la pereza del oficial no le permitía levantarse para abrir la ventana de su cubículo. La cuarta taza de café ya se había enfriado y el oficial Villagómez no veía la razón para levantarse. Fumaba su último cigarro.
Esa joven, María, le había generado sentimientos y sensaciones inesperadas. La vio salir corriendo de la casa y gritando que la perseguían. Villagómez ya iba regresando a su casa, cuando a la chica huyendo de este sujeto. El oficial bajó corriendo del coche, por la inercia de la costumbre se acordó de apagar su coche; aventó el cigarro y salió al encuentro de la chica. El joven que la perseguía se paralizó al ver que María se sostenía del hombre que había aparecido para pedirle socorro, pero rápidamente recobró la valentía en sí mismo y amenazó al oficial, sin saber su calidad como tal.
Villagómez sacó la macana y lo amenazó, sin revelar su condición de guardián de la justicia. El joven no hizo caso y sacó una daga del bolsillo derecho del pantalón que revelaba unas marcas de sangre en la pierna derecha. El joven lanzó el primer golpe que hizo a Villagómez aventar a la chica atrás de él y apenas tuvo tiempo de esquivar la daga que cortaba el viento y no se detendría sino hasta atravesar el cuerpo del oficial que cayó al suelo. Rápidamente se levantó, alzó la macana que, al caer, impactó la mano del joven. Éste, en su enojo, embistió al policía y en el suelo lo intentó golpear. Pero estaba tan fuera de sí mismo que no podía coordinar su mano más de lo que un bebé coordina sus pasos para caminar. Así que Villagómez, que era docto en el arte de las peleas callejeras, soltó un golpe directo a la barbilla del joven y lo dejó inconsciente.
El oficial se levantó y calló a María, quien no había dejado de gritar durante todo el tiempo de la pelea. Pedía que no lastimara al chico pero que tampoco lo dejara golpearla. Una vez calmada Villagómez procedió a llamar a una ambulancia y apoyo de sus colegas. Sentía gran emoción por haber ayudado a la pobre chica y alguna otra sensación extraña. No sabía qué hacer. Llegaron sus compañeros, subieron al joven a una patrulla y a María, por falta de recursos y exceso de ineptitud, a la misma que su agresor. Villagómez se dirigió a la oficina, ahora debía rendir cuentas de sus actos.
Al llegar a la estación todavía espero por Dios sabe cuántas horas, pero tuvo tiempo de fumar dos cigarros y ver las formas que dibujaba el humo cuando bailaba con el aire frío de la noche, haciendo un juego de luces con la lámpara de la esquina más cercana y los reflejos de azul y rojo que hacían todo un espectáculo para el deleite visual. Cuando por fin llegó la patrulla, traía al joven sin la chica: la había ahorcado con las esposas. Villagómez enfureció y por poco se lanza contra el cuello del joven. Su acto había sido en vano, su grandeza se desvanecía como el humo del cigarro. Lo calmaron, encendió otro cigarro, declaró y se fue.
Al día siguiente se había sentado en su oficina, enojado y decepcionado. La peste de cigarro no saldría de allí por meses, pero no le importaba. María rondaba por su cabeza como mariposa en primavera, pero con más gracia. Era una lástima que la chica estuviera muerta. Había sido su héroe, su salvador, su redentor, aquel hombre a quien le agradecería de cualquier forma durante toda su vida. Ahora no tenía a su redimida y a su redentora pues ahora no tenía a la hermosa chica que podría violar justificadamente. Tampoco tenía cigarros. Se paró a la tienda para ir por más y, con suerte, otra aparecería.